Un día es una llamada telefónica a las seis de la mañana del domingo. Otro día es una recomendación para darle comida calientita directamente del sartén (no del microondas). Por allí otro, es una observación a su hijito que está cayendo en desnutrición. Y luego, después de muchas alertas, llega el día, el gran día!, en que curiosea entre los cajones de tu ropa interior. Es el preciso instante en que reconoces que la suegra llegó a tu vida.
Se sabe que pocos las aman, la mayoría las repele. "Alrededor del 60% de los matrimonios ha discutido alguna vez por la madre de él", ¿les suena familiar? Pues claro, yo también participo en esas encuestas. Porque si se sabe algo a ciencia cierta, en esta vida y en la otra, de este padecimiento milenario (casi endémico), es que tenemos que sobrevivir a ellas.
No gratuitamente son el blanco para todos los chistes. No alegremente se han ganado el título de entrometidas, controladoras y manipuladoras, mucho menos por su linda carita. Por casualidad, la memoria los lleva a recordar frases como: " Te hablo a la oficina, por que con eso de que tu esposa nunca está en casa...", "Está muy bueno pero...te voy a pasar la receta correcta", "Madre sólo hay una".
Soy un caso, uno de ésos que vivió en carne propia y en primera persona del singular, todo aquello que supone tener suegra. Una nuera convertida en amenaza porque me robé la atención de su hijo, porque no sabía cocinar, porque su nieta toma menos leche que el nieto del vecino, porque mientras yo dormía él preparaba el desayuno.
De estas madres posesivas que, siguen viendo a sus hijos como niños, piensan que nosotras no los merecemos y los manejamos, de esas... me tocó una. Y me puse en sus zapatos.
Ella como tantas, me hace feliz estando bien lejos de mi casa. Ella, como la mía, la tuya y la de aquel, tiene una gran necesidad de cariño. Una inmensa necesidad de afecto que la hace enfrentarse y no reconocer sus límites.
Por lo pronto, yo tengo un tratado de paz firmado y -creo yo- sacramentado. Por lo pronto, hoy reconozco que aprendí a quererla cuando reconocí que su sonrisa, cada vez que nos abría la puerta de su casa era sincera; cuando lunes a lunes, durante mi embarazo, comía las lentejas más sabrosas en un elogio a las abuelas que aman dar de comer; cuando miro a su hijo y no comprendo porqué Dios me mando un hombre tan noble y tan fácil de amar.
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